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Diario del habitar Vivencias

La terraza

Cada tarde era un juego diferente. Mis abuelos vivían en un primer piso de un barrio de casas bajas, todos los días después de la escuela íbamos a visitarlos. La casa tenía una terraza que daba a la calle, que nos permitía mirar y mirar todo lo que ocurría. Era, mitad a cielo abierto, y mitad cubierta por un gomero que sostenía con unas barras de hierro que hacían de lianas de la jungla que nos inventábamos, lo hacíamos a escondidas de los mayores para evitar oír: “se te van a caer los palos encima”. El gomero era el corazón de la terraza, guardián de los encuentros.

Cuando llegaba el verano, una pileta de lona y el piso mojado, se volvían un parque de diversiones con infinitos juegos de agua, incluyendo las famosas cascadas acuáticas que nos regalaba el dedo sobre la manguera. Lugar estratégico, donde la visual y la gravedad eran aliadas del carnaval. 

Por el frío, durante el invierno, se nos complicaba que nos dejaran salir, entonces nos abrigábamos al máximo y explicábamos que no nos íbamos a enfermar porque nos cuidaba el gomero. El gomero era todo lo que necesitábamos.

En los momentos en que quería estar sola me iba a sentar en un banco y miraba para la calle, ahí me quedaba acompañada por Torito y Cochisse, los dos perros amigos que vivían allí.Jugábamos a todo lo que nos imaginábamos y, con solo cambiar de posición una mesa o alguna silla, el lugar se transformaba en otro espacio totalmente diferente, lo suficientemente flexible como para adaptarse a cada una de nuestras necesidades. Con el tiempo decidieron sacar el gomero y techar esa parte cuando yo era más grande y mis tardes estaban llenas de otras cosas. Pero, aún hoy, cuando miro hacia arriba, afloran los hermosos recuerdos que guardo en mi corazón y en mi memoria. La terraza, ese lugar donde miraba el cielo por momentos y, por otros, me cubría con un manto verde protector, ese lugar que cobijó mis sueños, mis emociones, mis deseos, mis pensamientos, fue mi rincón del mundo durante mi infancia.